En 1995 hizo mil años que sucedieron los hechos que se relatan. En la memoria colectiva del pueblo, se transmitían de generación en generación la creencia de que un túnel comunicaba la iglesia con la cumbre de la ladera que se eleva a su lado y donde la tradición recuerda que había una ermita, conocida como la ermita de la mocha de la Virgen.
En enero de ese año, se estaba arreglando y restaurando la iglesia. Los trabajos dejaron al descubierto un arco románico, cuya entrada se hallaba tapada con una piedra que fue mesa de Altar. Al picar la argamasa de sujeción y retirar la losa, aparecieron en el hueco del ara, unos escritos antiguos en latín casi incomprensible que corroboraban lo que todo el mundo admitía con leyenda.
La época allí descrita coincidía con el final del primer milenio. El río Esgueva anegaba toda la vega y la fertilizaba con limos y arcillas de las tierras de su cabecera. Por sus prados de abundante forraje, se solazaban toda clase de ganados a la sombra de álamos, sauces, y álamos. Estos últimos, hoy desaparecidos, eran especialmente buscados y labrados para varas de carro y lanzas de carreta; además de emplearse en la construcción de viviendas, donde eran aprovechadas hasta las ramas que convenientemente descortezadas se usaban como ripias. Los robles, poblaban los montes y laderas que circundaban al pueblo y se extendían por toda la comarca, en una mancha vegetal salpicada de encinas y enebros, solo interrumpida por los viejos caminos de herradura y por la antigua calzada romana que llegaba hasta Rauda. El jabalí era abundante y su caza, además de la de corzos y ciervos, era la distracción del antiguo señor de la villa y el alimento de las manadas de lobos, cuya polífera presencia empezaba a ser preocupante en los últimos inviernos, en los que las sierras próximas se habían cubierto de un singular y persistente nevada.
La villa y tierras de Villatuelda, fueron entregadas en usufucto a Diego Belasco, que luchó a brazo partido con Nuño Núñez en la defensa y fortificación del Esgueva contra el moro invasor; y pasaron en amortizada herencia a sus hijos. Dos de los hijos de Diego, murieron en las frecuentes guerras de defensa y conquista, emprendidas por los Reyes Castellanos contra las hordas islámicas, por lo que pasó la propiedad a su tercer hijo, que era sacerdote y al final de sus días, donó al Monasterio de San Pedro de Cardeña, casas, tierras, molinos y huertas.
Para administrar los auxilios espirituales y el cobro de las rentas, Cardeña envió a un clérigo que al Abad le resultaba incómodo en el convento, y que según unos era un santo y a decir de otros un demonio. Era D. Jesús, de carácter resuelto y emprendedor por lo que gastó sus primeras energías en la construcción de una recoleta iglesia. Mientras tanto, seguiría diciendo la misa en la capilla del palacete del antiguo señor, que ahora era su residencia. Comenzó la obra, aprovechando las piedras de un torreón derruido que servía de enlace entre los vigías de Torre Donmo Sindino y Terratiellos, del que se contaban oscuras historias. Quizás quiso el cura conjurar los miedos de sus feligrese, además de aprovechar los materiales de la atalaya abandonada, porque a estos les parecía una temeridad construir la iglesia, justo en las faldas del Otero del diablo.
Con sobrados conocimientos arquitectónicos, dirigió la obra de forma magistral. Para su realización se trajo algunos canteros al servicio de la Orden, entre los que destacaba Antón, hombre alto, corpulento y perfeccionista en su trabajo; pensaba con buen criterio, que quienes en el futuro contemplaran el edificio, no preguntarían por el tiempo que se tardó en levantarlo, sino por los constructores del mismo. También contó con la imprescindible ayuda de los colonos, que trabajaron de sola a sol, sin olvidar las tareas agrícolas, bajo promesa de rebaja en el pago de sus rentas.
Este cura constructor, como buen administrador, consolidó el viejo puente romano sobre el río y trazó un camino que favoreciera la comunicación entre las dos márgenes de la vega que se anegaba todos los inviernos a causa de las crecidas. Esta circunstancia propició el abandono del caserío de Vallefuentes que con el establecimiento de esta vía, fue nuevamente ocupado por los colonos que cultivaban las tierras anejas. Excavo arroyos para desagüe de las tierras inundadas y al más grande que se abría casi paralelo al río y se unía a este justo al lado del puente, se le denominó la ría, para señalar sus vidas paralelas. Arregló y elevó los cauces de los molinos, fomentando esta industria y favoreciendo el riego de las huertas y cañamares que se cultivaban en sus márgenes. Plantó una nueva viña en la parte más ancha de una canaleja cercana al pueblo que roturó para ello, y que pasó a llamarse muy a pesar suyo, “El chorro del cura”. Con ella ampliaba la plantación que existía en Valdeviñas y que daba excelentes caldos.
Terminados sus trabajos de ingeniería y sin olvidar en ningún momento su labor pastoral y administrativa, ocupó su tiempo en el ejercicio de la caza. Actividad que sin apasionarle, le reportó grandes satisfacciones antes de entrar en la Orden Monástica. Desempolvó las ballestas colgadas en el salón de armas del palacete y se ejercitó en el manejo de estos artilugios que no le resultaban extraños, y cosechó con ellos, unos excelentes resultados en las jornadas de caza, para contento suyo y el de sus feligreses que eran regalados con las piezas cabradas.
Su carácter abierto le sirvió para procurarse buenos amigos entre sus parroquianos. Entabló buena amistad con Pablo el molinero, un hombre bonachón, corpulento donde les haya, y fuerte como pocos, pues movía las talegas de trigo y harina como si estuvieran llenas de paja. Era de Buen comer y todos los días se desayunaba con una cazuela de sopas de ajo a la que añadía una docena de huevos. A D. Jesús le gustaba sentarse a la mesa de tan singular comensal, no solo por las viandas, que no debían de ser malas, si no mas bien por las largas charlas que al calor de la lumbre y al amor del jarro de vino, departían ambos personajes.
También se unían a estas tertulias y juegos de mesa, Jonás y Antón el cantero. Era Jonás un hombre diminuto e inteligente, gran aficionado a los juegos de mesa y dado a las apuestas entre amigos. Conocedor del buen yantar del molinero y de su voracidad casi inhumana, le retó a comerse cien huevos cocidos, y de no haber sido por su astucia que le indujo a comerse el huevo que hacía del número cien, hubiera perdido tan singular culinario envite.
Antón el cantero, se había convertido en la mono derecha del cura administrador. Vino como capataz de obras y sucumbió ante los encantos de la hermana del molinero, por lo que se quedó en la villa para ayudar a D. Jesús en sus tareas y debía de ser digno de ver, como trabajaban juntos estos dos gigantones que eran capaces de levantar un carro volcado sin desocupar la carga. Contaban alguna vez, entre socarronas carcajadas, que viniendo de recoger aulagas del monte para calentar el cocedero, particularidad por la eran muy apreciadas estas plantas espinosas dada su excelente combustión; trastornaron con el carro y ante los improperios y juramentos del molinero, se impuso la calma y oficio del cantero y entre los dos, ergieron el carro sin necesidad de vaciarlo.
Por estas charlas y por su natural perspicacia, el cura era conocedor de los miedos y supersticiones que se hallaban enraizadas en el alma del pueblo, y por más que se empeñaba en separar lo humano de lo divino, no conseguía desarraigar de sus feligreses la idea de que tras las maldades y hechos inexplicables se hallaba el demonio. Sus prédicas no servían de mucho a pesar de recordarles que el Señor que hizo el lunes, también hizo el martes; que después del doce, por ley ha de venir el trece, y que está bien nombrar al Señor cuando se estornuda, pero que no por eso se espantaba al diablo, que aprovechando el momento del espasmo, intentaría entrar en el cuerpo indefenso.
Con la proximidad del fin del milenio, la superchería subía de tono y se había extendido la idea de que se acercaba el fin del mundo. Y hasta los más sensatos culpaban de todos los males a la tía Pepa, a quién la tachaban de bruja, más por envidia que por convicción.
La señora Josefa era viuda; de múltiples encantos, y tenía cuatro garridas hijas en edad de merecer. Tras la muerte de su marido se ganaba la vida con el cultivo de un par de huertas además de haciendo pan y derivados en su cocedero, actividad para la que tenía buena mano y en la que era ayudada por sus hijas. Conocía también muchos remedios contra enfermedades y contusiones, para los que preparaba bebedizos y ungüentos.
El cura no veía nada extraño que esta señora en su viudez, no se hubiera convertido en una beata enlutada, pero el vulgo le contaba historias extrañas a las que como hombre letrado no podía dar crédito. Era lógico que la señora Josefa y sus hijas fueran a los montes próximos a recoger leña para calentar el horno del cocedero, pero no por ello se la tenía que relacionar con la manada de lobos que en los inviernos aullaban a la luna llena en el Otero del diablo. Si en la cueva de ese monte parían las lobas, sería por querencia natural de las hembras y no porque lo hubiera dispuesto la Pepa que como era bruja, se entendía con el demonio personificado en esas malas bestias. Y se confiaba más en el poder curativo de sus hierbas que en el rezo de jaculatorias, podía indicar falta de fe, pero nunca pactos diabólicos, Aunque como buena herbolaria debería recomendar el rezo de alguna oración para bien del alma, al tiempo que procuraba alivio para el cuerpo.
D. Jesús escuchaba estos relatos con infinita paciencia, pero no accedía a las demandas de sus feligresas de decir misas para librarse de tan maléfica presencia. Las viejas comadres murmuraban y decían que la Pepa, nunca salía de la iglesia sin que el misal estuviese cerrado; que andaba en espíritu por los cocederos y siempre estaba trasteando entre los recientes para asustarlas y embrujarlas; que el misal estuviese cerrado; que andaba en espíritu por los cocederos y siempre estaba trasteando entre los recipientes para asustarlas y embrujarlas; que la masa en las artesas no crecía como la que ella preparaba, a pesar de que todas la marcaban con la cruz del Redentor; y recordaban al sacerdote que era cierto que se convertía en gato, porque una noche cuando Miguel se fue a la cama, todos los gatos se pusieron en danza, tiró el mortero a los intrusos, y al día siguiente la Pepa estaba en cama con dolor de costillas.
Que con el calor se dilataran los recipientes metálicos y las alacenas de los cocederos, y que la gata en celo de Miguel concentrara a todos los gatos del barrio, a parte de no tener nada que ver con el lumbago de la Señora Josefa, no preocupaban para nada a D. Jesús.
Sus miedos eran fundados porque tenía noticias de que los moros avanzaban hacia Clunia, y no tardarían en acercarse por la villa para saquearla o en el mejor de los casos para cobrar tributos. Como buen previsor que era, y con la finalidad de ocultar parte de las provisiones a la voracidad musulmana; había excavado un túnel al lado de la iglesia y otro a media ladera en la vertical del centro del pueblo, al enterarse de las conquistas de Almanzor. Sus intenciones finales solo las conocían Antón el cantero y Pablo el molinero, por lo que el resto del pueblo no entendía que el cura quisiera ampliar la bodega del palacete en tan recónditos lugares. Cuando supo que Clunia había caído ante el empuje musulmán, y estimando cercana la visita de los moros, dispuso que se transportara la mitad de lo depositado en el almacén del palacete a las nuevas bodegas y que taparan las entradas.
A los pocos días que presentó una embajada árabe para cobrar tributos para Almanzor. Con la convicción de que podía tratarse de una vil rapiña, el cura se armó de valor y salió a recibir a los infieles, para negociar y tratar de salvar las vidas y haciendas del poblado. Les ofreció el producto de las rentas almacenado y negoció para que a todos los vecinos se les dejara un mínimo de cereal para la siembra y para la subsistencia. Accedió el jefe moro a condición de que se le entregaran algunas mujeres y a ser posible doncellas. Se le revolvieron las entrañas a D. Jesús porque le tocaba ser “Judas” y “Pilatos” de su pueblo, y señaló como víctimas a la tía Pepa y a sus hijas.
El pueblo aplaudió al cura como su salvador, pero D. Jesús perdió su buen humor y rehuía la presencia de sus amigos. Su conciencia no le dejaba descansar y determino pedir el relevo de sus funciones para retirarse al Monasterio y purgar su pecado; pero eso sí, nunca antes de acabar con la maldita manada de lobos que atemorizaban al pueblo. Si a decir del vecindario había acabado con las brujas, tenía que acabar con el diablo.
Participó al Monasterio de Cardeña su decisión de retiro, para que enviaran un sustituto y cuando estuvo seguro de la llegada de su relevo, preparó sus ballestas, dijo la misa temprano como era su costumbre, soltó a los perros y emprendió la ascensión al monte diabólico. Nadie le vio partir, algunos oyeron los ladridos nerviosos de su rehala y su vozarrón imponiendo silencio y calma. Al día siguiente por la mañana, Antón recogió algunos perros que habían regresado durante la noche, estaban malheridos y ensangrentados. En sus collares de clavos, aparecían signos claros de haber librado una infernal pelea con lobos, y dio por muerto al cura; de lo contrario no hubieran vuelto los perros.
Cuando llegó el nuevo cura y administrador, no daba crédito a la historia que le contaban el cantero y el molinero, y convinieron en salir a buscarle para dales cristiana sepultura en su iglesia. Soltaron los perros que habían regresado de tan singular cacería y comenzaron su búsqueda por el Otero del diablo. Allí encontraron una loba muerta y sus cachorros masacrados por los perros. Encaminaron sus pasos hacia Valdelobera, junto al pico Terratiellos y en el prado que rodea la fuente, se encontraron con un cuadro dantesco: Lobos atravesados por flechas de ballesta; perros descuartizados por lobos; y a D. Jesús muerto sobre el lobo dominante, con la garganta desgarrada y empuñando su cuchillo de monte, que atravesaba el pecho del fiero animal. A su lado y custodiando sus restos, famélico y malherido, se hallaba “Sol” su perro más noble y fiel.
El invierno siguiente fue especialmente frío, la nieve cubrió en varias ocasiones los montes y se despidió con lluvias abundantes que produjeron el corrimiento de la ladera de Valdeviñas, que pasó a llamarse la Cuesta hundida, y también el del Otero del diablo, que sepultó la cueva de los lobos. Solo quedó a la vista la roca de entrada que hoy se conoce como Puente de las perdices. Al lado de esta roca se construyó una ermita en honor de la Virgen y para perpetua memoria de D. Jesús, abandonando el monte su aterradora denominación para pasar a llamarse el Pico de la mocha de la Virgen.
Aranda de Duero, 2 de marzo de 1998.
Antonio Adeliño Vélez.
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