Ya quedan un poco lejanos en el tiempo, aquellos años de nuestra infancia, cuando en cada casa de nuestro pueblo se hacía la matanza. En la actualidad alguna familia se embarca en esta labor ancestral; pero hace cincuenta años, era extraño que llegado el mes de noviembre con sus días fríos y sus heladas nocturnas, no se viera algún vecino atareado con los preparativos o con las faenas propias de la matanza del cerdo. Las fechas más apropiadas las marcaba el santoral, y eran las comprendidas entre San Martín (11 de noviembre) y San Blas (3 de febrero).
Hoy en día, se hace matanza para conservar la tradición y porque la calidad de la carne del puerco casero es superior al de cebo y engorde de las granjas; pero antaño se hacía por economía. Los recursos eran escasos y disponer de una reserva de alimentos caseros, ayudaba mucho a la renta familiar. Sobre todo porque la crianza del animal no requería gastos externos, pues se engordaba con productos propios y por personal de casa. Todo quedaba en familia y el resultado final, era una despensa bien surtida para pasar el invierno al reguardo del cocido diario, aderezado con los productos de la matanza.
Se dice y es verdad, que del cerdo se aprovecha todo, pero la cualidad más importante de este animal, es que come de todo. Y en el mundo rural de hace medio siglo, aunque no sobraba nada, nunca faltaba harina de cebada para su alimentación; a la que se añadía remolacha, patatas, berzas, garbanzos añejos, titos, habas, manzanas tocadas, y cualquier sobra vegetal como lechugas, tomates, cáscaras de melón… e incluso cardos tiernos que en primavera nos encargábamos de recoger los muchachos al salir de la escuela.
Antes del 1º de mayo, el cochinillo de unos 15 kg., tenía que estar en su cochinera para que en San Martín, alcanzara las once arrobas de peso (126 kg.) La tarea no era fácil pues aunque comida no le faltaba, pienso de engorde no se le echaba y su dieta vegetariana, no le permitía desarrollar unos buenos perniles de tocino. Pero al llegar noviembre, su sentencia estaba dictada y su día señalado en el calendario.
Fijada la triste hora del gorrino, comenzaba el ritual de preparar los utensilios para la matanza. De los desvanes y despensas salían, barreños de barro para el adobo; calderos de bronce o latón para cocer las morcillas; artesas y duernas para envolver bien el picadillo con el pimentón y demás especias; ollas y orzas para guardar y conservar la matanza. De tenadas y pajares se sacaba el banco para el sacrificio y los haces de paja para el chamuscado. Y de otros lugares, aparecía la romana para pesarle; el gancho en forma de “s” que emplea el matarife y todo tipo de cuchillos matanceros. Todo tenía que estar limpio y dispuesto para el día señalado.
Llegado el día y a la hora convenida, por la mañana todos los ayudantes se reunían en la casa del dueño, donde se tomaban unas pastas con una copa de orujo o coñac para entonar el cuerpo, y seguidamente se dirigían al corral para proceder al sacrificio. El matarife, trababa la mandíbula del animal con el gancho; se acercaba el banco, se le subía entre cuatro hombres que agarraban de cada pata, y se le daba muerte, procurando que sangrara bien para que la carne quedara blanca y limpia. Las mujeres recogían la sangre para elaborar las morcillas, removiendo constantemente con un cucharón para que no cuajara.
En la calle o en alguna plaza o placetuela para evitar incendios de corrales, se chamuscaba al cochino con pajas de centeno. Después se colocaba nuevamente en el banco para lavarlo y rasparlo. Para ello se utilizaba agua caliente, cuchillos sin filo o trozos de teja. Concluida esta faena, se procedía a la apertura del animal para retirar las vísceras y los órganos internos. Una vez limpio y abierto en canal, se colgaba en el zaguán de casa o en alguna tenada o cobertizo cerrado, donde se dejaba al oreo hasta la mañana siguiente que se estazaba (descuartizaba). Previamente se habían seleccionado unos trozos para el análisis veterinario y de las carrilladas se habían cortado las almorzaderas que como su nombre indica, se consumían en el almuerzo que seguía a estos trabajos.
Luego eran las mujeres las que se afanaban en limpiar y lavar los intestinos para que estuvieran preparados para embutir las morcillas por la tarde. Cebolla picada, arroz, sangre, y otros condimentos se amasaban en la artesa para que se mezclaran uniformemente todos los ingredientes; tras lo cual se procedía al embutido y posterior cocción en el caldero de cobre. Retiradas las morcillas, se dejaban enfriar en la duerna y luego se colgaban al oreo. En el caldero quedaba el caldo mondongo que se empleaba para hacer sopa con pan de hogaza.
El segundo día se estazaba la canal del gorrino. El despiece empezaba de mañana y cada pieza tenía su destino. Los perniles de tocino se preparaban para su salazón. Un cuarto trasero (o dos) se convertiría en jamón, pero primero se cubría de sal durante unos días y luego se le untaba con adobo y se le colgaba para que se secara y curara lentamente. Las tiras de lomo se adobaban, luego se troceaban y freían ligeramente antes de guardarlos en una orza con aceite. El lomo restante se picaba (se hacía picadillo) con algo de tocino, seguidamente se mezclaba con pimentón, sal, ajo, y especias y se dejaba dos días en sazón. Los huesos, manos y pies se ponían en adobo para facilitar su conservación y luego se iba consumiendo en el cocido diario.
Por la tarde del segundo día se derretía la manteca, que es la grasa acumulada en el peritoneo y entresijo. En una sartén grande puesta al fuego o en el caldero de cobre, se echaban los trozos de manteca y se fundían lentamente. El líquido resultante se colocaba en pucheros o tinajas de barro y la parte sólida se salaba un poco y se convertía en chicharrones que se iban consumiendo en meriendas y almuerzos. La manteca se usaba para cocinar y para hacer pastas y tortas mantecadas. El sobrante se utilizaba para hacer jabón.
El cuarto día se embutían los chorizos. Se hacía a mano, con unos embudos metálicos que facilitaban el rellenando las sartas. Se apretaba bien el picadillo y se pinchaban los chorizos con una aguja para que no quedaran aire y se uniera bien la carne. También se usaban máquinas de embutir que tenían la función de picadoras; pero el troceado del lomo se prefería hacer a mano. Después de embutidas y atadas, las sartas se colgaban en la cocina al oreo y ahumado, y a las tres semanas se metían en orzas con aceite para su conservación. El chorizo se podía comer frito o asado el primer día pero no era común; lo normal era consumir alguna sarta al natural una vez oreados y el resto se sacaban de la orza cuando convenía.
En la matanza se invertían cuatro días de trabajo y ajetreo familiar, con cierto aire festivo, pues las despensas se veía repletas de ricas viandas que serían consumidas regularmente por toda la familia; lo que garantizaba unos meses de mesas bien surtidas.
Antonio Adeliño Vélez
Comentarios
Antonio
Lun, 18/02/2013 - 11:12
Lo mejor de la matanza, era
Lo mejor de la matanza, era el almuerzo y la porronada del primer día. No se esperaba al resultado del análisis veterinario para comer las almolzaderas y nunca hubo poblemas con la triquinosis. Es importante tener un gato en las cochineras para que se coma los ratones, antes que los caze el cerdo y se los coma, que este bicho, no hace asco a nada.
Yolanda
Lun, 18/02/2013 - 14:55
matanza
Bonita foto que trae a mi memoria recuerdos y emociones de hace unos poquitos años solamente.¡recordar tambien forma parte de la vida, en este caso la matanza, ¡qué pena de morro asado!. ¿hay alguien que se anima a preperar una merienda?
David
Lun, 18/02/2013 - 22:07
La matanza
Que recuerdos!!!
Antonio, la descripción ha sido perfecta.
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